lunes, 19 de septiembre de 2011

EL RAFI (vigésimo octava entrega)

El bloque de pisos al que nos fuimos a vivir era uno de los muchos que se construyeron en la parte oeste del barrio, entre la iglesia y las vías de la RENFE.
Podrían ser unos 10 bloques de 2,3,o 4 portales cada uno. Eran bloques de cinco plantas de altura y cuatro viviendas en cada planta.
Ocupábamos una planta baja del portal que se encontraba más cerca de la vía del tren, en el bloque situado más al norte y que estaba a unos 100 metros de la riera, el famoso puente de la vía que se llevó la riada del 62 y el campo de fútbol del C.P. San Cristóbal. Delante de mi bloque se hallaba un gran descampado que daba acceso a un secadero de pieles y a una fundición de hierro. Ambas fábricas se encontraban ya a pocos metros de la riera de tal forma que, años más tarde, allá por el 1968 o 1970 cuando se produjo una riada que no provocó muertes porque ya la riera había empezado a ser canalizada, se llevó por delante parte del secadero de pieles

El piso hacía esquina y el comedor y todas las habitaciones daban a la calle. Durante los días previos al cambio de casa, habíamos comentado que, problablemente, el ruido del tren, al pasar por la noche, nos molestaría. La verdad es que yo sólo lo oí el primer día; después, el tren se hizo invisible e inaudible. Eso era común a todos los que vivíamos por allí. Es curioso cómo te acostumbras a los ruidos cotidianos (siempre que no sean infernales, claro).También es verdad que yo los soporto mucho menos ahora que en aquellos tiempos remotos en que mis prioridades me hacían vivir ajeno a muchos detalles.
El caso es que entre las 10 y las 12 de la noche pasaban los últimos trenes muy espaciados y entre las 3 y las 4 de la madrugada pasaba el mercancías que era un tren larguísimo, que circulaba muy lentamente y cuyos vagones, bastante antiguos y deteriorados producían más ruido de lo normal. Éste era el único que alguna noche de insomnio o enfermedad había oído pasar.
La vía del tren, o más concretamente el terraplén que la soportaba, era para los niños que vivíamos en la zona, y que, por cierto, aún no os he presentado, una fuente increíble de materiales para nuestros juegos.
Allí teníamos el cañal, con sus nidos de lagartijas, arañas, pajarillos y otros bichejos con los que experimentábamos sin demasiados escrúpulos, teníamos las piedras de la vía, las cuerdas de tender la ropa, la propia pendiente del terraplén…
En los primeros días de mi vida en el nuevo piso, el Rafi me visitó con bastante frecuencia. En alguna ocasión os he explicado que él se movía por el barrio con bastante libertad mientras que yo, que era más pequeño, tenía reducido el espacio para moverme por la calle a todo lo que quedaba ante la vista de mi madre desde el portal del bloque y a una distancia desde la que yo pudiera oírla si me llamaba.
En una de aquellas visitas y cuando llevábamos un buen rato sentados en el portal mirando al norte, o sea, hacia la riera, el Rafi sacó del inmenso bolsillo de su pantalón una bolsa de trapo, llena de chapas de cerveza, cocacola, mirinda y gaseosa. Me hizo la propuesta y yo la acepté:
-¿Ponemos algunas chapas en la vía, a ver cómo quedan cuando las pille el tren?
Subimos el terraplén por una zona que no era de paso frecuente de los vecinos. A hurtadillas, colocamos 8 o 10 chapas boca abajo sobre la brillante superficie de una de las vías, corrimos a agazaparnos entre las cañas y esperamos con impaciencia a que pasara un tren. La espera se hacía larga. Yo, en mi desconocimiento del mundo del ferrocarril, tenía miedo de que el tren descarrilara cuando pisara las chapas y me aferraba con las manos a las cañas para no resbalar por la pendiente. El Rafi, mucho más experto, se había sentado a caballo entre varios cepellones de raíces de cañas y esperaba, tranquilo a que llegara el tren. El tren pasó rápido, haciendo aquel ruido cadencioso que provocaba su paso sobre los raíles. Pitó dos o tres veces, como hacía siempre cuando pasaba por aquella zona de paso frecuente de personas por donde no había paso a nivel con barreras. Una vez hubo pasado subimos corriendo, agarrándonos a las cañas con cuidado, a ver el resultado del experimento. Una vez arriba y, de pie encima del raíl, comprobamos  con estupor que las chapas estaban intactas. ¿Cómo podían haber mantenido su forma original habiendo pasado por encima todo un tren de cercanías? La respuesta la encontró el Rafi al momento.
Me miró y con aquella sonrisa burlona con la que me miraba cuando me veía pendiente de su veredicto, me dijo:
-¡Hay que ser idiotas! El tren que ha pasado iba por la otra vía…
Muertos de risa volvimos a nuestro escondrijo y esta vez sí, esta vez el tren pasó por donde tenía que pasar y las chapas, que milagrosamente, no se habían movido del raíl, habían perdido su forma cóncava y habían quedado completamente planas, con la forma ideal para utilizarlas como tope en la cuerda de la peonza.


Y EN LA PRÓXIMA ENTREGA: ¡MÁS MADERA!

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