Me gustaría compartir,
una vez más, con vosotros la historia de una de esas mujeres anónimas, pero con
una vida tanto o más apasionante que una de esas grandes divas que todo el
mundo parece conocer y admirar.
Bien en realidad sólo os
voy a relatar cómo la conocí en mi última visita a la residencia de ancianos a
la que, de tanto en tanto dirijo mis pasos para visitar a cierta persona.
Es el caso que ya no es
una sola persona la que visito porque, con el tiempo, he ido conociendo a otras
que allí conviven. La necesidad de compañía que tienen los que allí viven es
tan grande que, a poco que tengas algo de sensibilidad, lees fácilmente en sus
miradas el deseo que tienen de compartir su tiempo, poco tiempo ya, con los
visitantes.
Es cierto que, en las
primeras visitas, te sientes cohibido ante esos ojos que se clavan en ti en
cuanto apareces en la sala de estar, pero poco a poco vas ocupando su espacio
que, al principio parecen negarte, pero, de alguna manera te lo dejan
libre para que estés con ellos. Suelen estar sentados en la sala, en sillones
colocados alrededor del salón en dos grandes óvalos concéntricos. La
televisión, siempre encendida, debe sentirse tan sola como ellos porque nadie
parece prestarle atención. Allí pasan, adormilados, muchas de las horas del
día, algunos en sillas de ruedas, la mayoría en los sillones. Mi impresión es
que controlan todo lo que pasa en la sala, quién entra y sale de ella, a quién
traen o se llevan.
Os confieso que me cuesta
mantener esas miradas entre indiferentes e inquisidoras; esos ojos llenos de
vacío y de profundísima tristeza, te llegan, necesariamente al corazón.
En mi última visita he
conocido a María Teresa, una anciana que, se me antoja es alguien muy especial.
María Teresa tiene, como
la mayoría de los allí ingresados, alzheimer. Es por eso que la conversación
que mantengo con ella es entrecortada y, sólo con mucha paciencia puedes ir
atando cabos.
Cuando llego a la sala de
estar y, después de saludar a mi conocida y cambiar con ella las primeras
impresiones, busco a mi alrededor, con la vista, un sitio donde sentarme. Muy
cerquita de donde estoy está ella, sentada, mirándome entre indiferente e
interesada. Hay un sitio justo a su lado izquierdo y le pregunto si puedo
sentarme. Me dice que sí, pero que cuide, que hay un libro allí. No hay
ningún libro y miro alrededor del sillón y debajo por si se le ha caído; nada. Me siento a su lado y, poco a poco, muy poco a poco, porque las palabras
se pierden en el camino que va de su cerebro a su boca, vamos desgranando la
conversación a la que María Teresa se presta con entusiasmo.
Va muy bien vestida, con
una falda larga de tonos marrones, una camisa de color crudo, casi blanco y una
chaqueta de punto color beige. No usa gafas, eso permite ver con más claridad
sus bellísimos ojos de color azul claro. Su mirada es serena, asustadiza,
risueña, enigmática, todo a la vez, o por lo menos, cambiando tan rápidamente,
que produce esa imprecisa impresión. En su cara no hay demasiadas arrugas, su
pelo es corto, lacio, perfectamente peinado y blanco, muy blanco; sus labios
son finos, su sonrisa efímera que, junto a su porte elegante, hacen pensar en
una bella mujer, bien situada económicamente en otros tiempos.
Poco a poca consigo saber
algunos detalles de su vida. Después de varios titubeos y silencios me cuenta
que, antes de vivir en aquel colegio (la residencia) vivía en una céntrica
calle de la zona alta de Barcelona. Curiosamente, habíamos iniciado nuestra
conversación en castellano y, sin darnos cuenta habíamos cambiado al catalán. Le
pregunto por su edad... Esbozando una irónica sonrisa, me dice que eso es algo
difícil de recordar (parece como si jugara conmigo). Su vocabulario es amplio,
culto, por momentos sabe utilizar las palabras adecuadas para explicarse.
Su mirada es seria, pero
según va transcurriendo la conversación, se va dulcificando y a la vez las
palabras van manando con mayor fluidez. Me cuenta que no llegó a casarse y, a
su vez, me pregunta si tengo hijos. Le respondo que dos y le encanta el nombre
de Marta, mi hija (y eso que no la conoces, pienso yo).
Poco a poco, con frases
entrecortadas y breves silencios que yo aprovecho para hacerle preguntas, me
cuenta que apenas ha sabido cocinar los platos más básicos y cuando le pregunto
que quién cocinaba en su casa, me responde que una minyona (la criada).
Después de preguntarme un
par de veces mi nombre, Manuel, de pronto me mira y, con cara burlona, me llama
Manolo. Me alegra ver su cara, alegre por segundos. Me emociona recordar que
era así como me llamaba mi madre.
A lo largo de la conversación,
en muchas ocasiones, introduce frases inconexas y hace referencia a personas y
hechos que no puedo saber si han existido o existen. Seguramente en su mente se
mezcla la realidad con sus vivencias del pasado.
Cuando me despido de ella
y, ya desde la puerta, la veo sostener con gesto elegante su bastón y apoyarse
en él para erguirse y, con dificultad, echar a andar, con pasos cortos e
inseguros hacia el comedor.
Realmente la inmensa
tristeza que produce la relación con las personas que padecen tan tremenda
enfermedad, se troca en alegría de ver que, después de pasar una hora haciéndoles
compañía, su mirada se ilumina, su sonrisa se hace más abierta y expresan su
agradecimiento como lo haría un niño, con ilusión y alegría.
Prometo volver y conocer
más historias…
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