martes, 27 de abril de 2010

EL RAFI (decimoctava entrega)



Para definir la relación entre el Rafi y las niñas podríamos decir que no era fluida. El Rafi no era amigo de andar tonteando detrás de las féminas, máxime teniendo en cuenta que a ninguna de ellas (excepto “la leona”) le gustaba andar corriendo detrás de las lagartijas para gozar viendo cómo perdían el rabo, pasarse la tarde del sábado buscando varillas para hacer flechines o pasarse horas arrastrando las rodillas por el suelo jugando a las bolas.
Ellas, (me refiero a las niñas hasta 8-9 años) tenían otras aficiones cuando conseguían despegarse un rato de las faldas de las madres que las controlaban y procuraban que fueran aprendiendo las artes de mantener una casa “curiosa”.
Yo tenía relación con alguna de ellas porque mi hermana menor, con la que me llevo dos años, jugaba en el patio o en la puerta de casa con algunas vecinas de su misma edad. La que más me llamaba la atención era la Pepi (¡qué guapa me parecía la Pepi!). Si me miraba no le podía aguantar la mirada ni un segundo, me sonrojaba, me moría de vergüenza y, normalmente salía corriendo; así que la única posibilidad de poder estar con ella era que no me mirara, y entonces me moría de ganas de que lo hiciera.¡Qué le íbamos a hacer! C’etait l’amour…
Jugaban a los figurines, los figurines eran unos dibujitos de muñecas con sus vestiditos (todo de papel). Los vestiditos llevaban unas pestañas que, debidamente dobladas, se adaptaban al cuerpo de la muñeca. Podías ponerle diferentes vestidos. Los figurines venían en una hoja de papel y tenías que recortarlos. Se podía jugar de dos maneras: vistiendo a las muñequitas, (versión en la que nunca nos aplicaríamos los niños), o poniendo los dibujitos en el suelo, boca abajo y, golpeando con la palma de la mano intentar levantarlos del suelo; los que caían boca arriba los ganabas. Mi hermana era una experta.
A la comba: las niñas tenían una especial habilidad para saltar a la comba. Lo hacían con toda naturalidad, con facilidad, con elegancia. Cuando en alguna ocasión, los niños probábamos a saltar, lo hacíamos dando grandes saltos, innecesarios para saltar la cuerda a ras de suelo.
Las 5 piedras: un juego de habilidad manual, lo que hoy llamaríamos motricidad fina. Consistía en tirar al suelo cinco piedras del tamaño de un huevo de paloma, coger una de ellas y lanzarla al aire, mientras ésta caía, se cogía otra y, manteniendo todas en la mano, se iban cogiendo, de una en una, todas las piedras. Luego las piedras se cogían de dos en dos y la dificultad iba creciendo.
Si no había más remedio que estar con ellas, porque estábamos castigados o porque los otros niños no podían salir, no jugábamos con ellas, nos dedicábamos a hacernos notar dando saltos y haciendo el burro a su alrededor para que vieran lo ágiles que éramos. Generalmente, la indiferencia, era la respuesta más cariñosa que recibíamos de ellas.
Algunas veces, bueno, siempre, aprovechábamos para intentar verles las bragas. Verle las bragas a una niña era, por aquellos entonces, el éxtasis…
Cuando por diferentes motivos, ya fueran accidentales: ráfaga de viento, caída…o provocadas: empujón para caer al suelo y mirar para arriba, aprovechar posturas “indecorosas”, etc., tenías aquella visión que te provocaba alegría y desazón, algo que te gustaba, pero no sabías muy bien porqué; algo que sabías prohibido y, a la vez, considerabas inofensivo, corrías a explicárselo a tu más íntimo amigo (algo nos decía que no era cosa de ir contándola por ahí a cualquiera) y le decías:
- Le he visto las bragas a Fulanita.
- ¡Anda ya!
- Que sí, que sí… las lleva blancas.
Y allí nos quedábamos sin saber qué más considerar sobre aquel evento que las niñas procuraban evitar a toda costa, supongo que sin saber muy bien dónde estaba el pecado.
Por cierto, no recuerdo haber confesado nunca, al cura, que le había visto las bragas a nadie. Supongo que, como no salía en el catecismo, no lo considerábamos pecado.
Bueno, la conversación tampoco duraba mucho más. Nos poníamos a jugar a algo inmediatamente.

PRONTO…, MÁS

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