jueves, 4 de marzo de 2010

ALGUNAS DELICIAS DE CHESTERTON


Tenemos aquí, de nuevo, al Juan Pe de los momentos más brillantes. Porque Juan Pe se pone brillante cuando habla de Chesterton. No lo puede remediar, lo adora. Lo que sí podría remediar, o no, es, como dirían las madres, lo de dormir sus horas, que luego eso se paga.

A Jorge Luis Borges le doy infinitamente las gracias por haberme dado a conocer a este sublime escritor en un ensayo incluido en su genial libro “Otras inquisiciones”. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto como lo hago ahora leyendo en vespertinas e inagotables sesiones a este inglés con aspecto bonachón. Borges escribió mucho sobre él, y en un momento dado nos dice, con esa maestría suya, que “cada página de Chesterton es una felicidad”; y yo le concedo la razón más absoluta.
Lo mejor de la extensa bibliografía de Chesterton es, para mí, la llamada “Saga del Padre Brown”, pero tiene libros estupendos: “El hombre que sabía demasiado”, “Las paradojas de Mr. Pond”, “El club de los negocios raros”, “La esfera y la cruz”, y un largo etcétera, que van conformando lo mejor de mi biblioteca.
Recientemente he leído una “Autobiografía” del autor aparecida en la editorial “El Acantilado”. En la contraportada del libro hay un comentario sublime: “Hoy, por su extraordinaria agudeza intelectual y su brillante habilidad para esgrimir la paradoja como arma de argumentación, Chesterton sigue siendo el estimulante pensador que consiguió mantener en vilo a miles de lectores”. En este artículo quiero citar dos delicias de esa “Autobiografía”, para animaros a que conozcáis a este estupendo escritor que me transmite todas esas felicidades de las que nos habla Borges.
La primera cita de ese libro nos la refiere Chesterton por un hecho traumático de su infancia: “Tuve una hermanita que murió cuando yo era niño y de la que sé muy poco porque era el único asunto del que mi padre no hablaba. Fue el gran dolor de una vida anormalmente feliz e incluso alegre, y es extraño pensar que yo nunca le hablara de ello hasta el día de su muerte. Yo no recuerdo la muerte de mi hermana, pero recuerdo haberla visto caerse de un caballo de cartón. Sé, por una experiencia de pérdida que sufrí poco después, que los niños sienten con exactitud, sin una sola aclaración verbal, el tono o tinte emocional de una casa de luto. Pero en este caso, la catástrofe grande debió de confundirse e identificarse con la pequeña. Siempre sentí que era un recuerdo trágico, como si la hubiera tirado y matado un caballo de verdad”.
En la segunda cita, Chesterton nos dará pistas de cómo inventó a su amadísimo Padre Brown, a partir de un cura inglés de carne y hueso. De esa especie de Sherlock Holmes que nos deleita en cinco colecciones de relatos breves nos dice: “Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de dar a estos tragicómicos equívocos un uso artístico y construir una comedia en la que hubiera un cura que parecía que no se enteraba de nada y en realidad supiera más de crímenes que los criminales. Después resumí esta idea en un relato, en cierto modo muy trivial e improbable, titulado “La cruz azul”, y continué con una interminable serie de relatos con los que he torturado al mundo. En resumen, me permití la enorme libertad de tratar brutalmente a mi amigo, de deformar a golpes su sombrero y su paraguas, de ajar su ropa, de golpear su inteligente expresión y convertirla en una estúpida cara de morcilla, y en general, de disfrazar al Padre O´Connor como el Padre Brown”.
Pues quiero que sepas, G.K Chesterton, que tus “torturas” han sido para mí de las más deliciosas que ha dado la historia de la literatura; que seguiré durante toda mi vida de lecturas a esos inteligentísimos investigadores tuyos, ya se llamen Padre Brown, Basil Grant, Horne Fisher o Mr. Pond; y que seguiré torturándome en mis noches de desvelo con tus singulares y estrambóticos personajes, por las mágicas líneas que tu pluma creó.

Juan Pe Ruiz.

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