domingo, 13 de diciembre de 2009

MI AMIGO RAFI (Sexta entrega)


La primera escuela a la que asistí era un parvulario municipal. Estaba construido todo de madera y constaba de dos clases: la de los mayores (5 años) y la de los pequeños (3 o 4 años). Eran clases muy grandes, al menos a mí me lo parecían, con unos pupitres de color negro en las que cabíamos dos niños. Mi maestra se llamaba Conchita, era joven y, la recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo, cogiéndonos la mano para enseñarnos a escribir. A mí me parecía mágico ver el lápiz deslizarse por el papel y formar las letras. Pronto aprendí a hacer las letras y los números, pero, lo que más me gustaba era salir al patio y jugar a correr, simplemente a correr, (los niños, también los de hoy en día, disfrutan mucho corriendo, persiguiéndose, esquivándose, simplemente así. Les encanta desplazarse muy rápido, controlar su cuerpo en movimiento…). También jugábamos a fútbol, aunque la estrechez del patio, los demás niños y niñas jugando a otras cosas, el suelo todo de piedrecillas pequeñas que evitaban la formación de charcos cuando llovía, no era lo más adecuado para la práctica del deporte rey.

El colegio de madera, que así se le conocía en el barrio, tenía un cuarto de la ratas que yo, gracias a Dios, nunca visité. Allí como todos sabéis iban los niños que se portaban mal, también íbamos a buscar el cubo con leña y con carbón para la estufa en invierno; allí estaba también la escoba y una pala de hojalata con un mango de madera para barrer la ceniza que caía de la estufa.
Mi hermana pequeña iba a la clase de los pequeños, ¡claro!, y, algunas veces, cuando lloraba diciendo: “Yo quiero que venga mi Manolo”, yo tenía que ir a consolarla pasando por la puerta que comunicaba las dos clases.

Como la escuela estaba en alto, creo que para evitar la humedad que hubiera destruido la madera con el paso de los años, había dos escaleras, tambien de madera, que daban acceso, desde la calle, a cada una de las clases. Las escaleras tenían una barandilla que nos encantaba bajar resbalando por el pasamanos.

El colegio de madera estaba anclado en la plaza de la iglesia. Al lado estaba el cuartelillo de los municipales. Era una caseta de unos cinco metros de fachada y otros tantos de fondo donde había siempre dos o tres policías municipales que velaban por el orden en el barrio. Precisamente uno de ellos era el padre del Juanito y recuerdo que era un hombre la mar de amable y pacífico. Los niños teníamos pánico a los guardias y, cuando veíamos a alguno procurábamos desaparecer de su vista, pero el padre del Juanito era muy cercano a nosotros y no nos inspiraba miedo.

SÍ, SÍ, SÍ, ESTO VA A SEGUIR...

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