martes, 27 de septiembre de 2011

CUANDO EL CORAZÓN SE PARA UN POQUITO

SEÑORAS Y SEÑORES tengo el gusto de anunciaros la vuelta (provisional) de mi querido Juan Pe.
Y no ha vuelto de cualquier manera, no. Ha vuelto con una poesía íntima que para su obra hubieran querido muchos poetas de renombre.
Me gustaría que la leyerais, la releyerais y sintierais la fuerza con que las palabras de Juan Pe golpean la puerta de su pasado e irrumpen en su presente, instando a que su yo poético salga a decir lo que su corazón siente. Nada más: con vosotros...


“Sed fugit interea fugit irreparabile tempus”, decía el poeta latino Virgilio; sí, el “maestro” que bajó con Dante al Infierno en la “Comedia”. Y es cierto que el tiempo huye irreparablemente.

            A mí el corazón se me paró una calurosa tarde de junio de hace veinticinco años. No fue un infarto, afortunadamente. Se paró por amor. Bueno, mejor decir que ralentizó su latir. Yo, un adolescente asmático como Napoleón y tan miope como Valle-Inclán, poetilla del tres al cuarto, siempre emulando al gran Machado; yo, un chaval que a los dieciséis años tuve que dejar de jugar en un club de fútbol porque no aguantaba ni la media parte y, además, me dolían los codazos de los defensas más que a nadie; yo, un niño introvertido que pasaba las tardes leyendo enciclopedias y libros de Verne o de Stevenson; yo, cuyas carencias de timidez hacía valer con la gracia de chistes que me hacían caer bien; yo, en definitiva, con casi veinte años de cobardías en mis espaldas, me enamoré. Y, como digo, una tarde de junio mi corazón se paró un poquito.
            Unamuno decía que “los españoles tenemos un sentimiento trágico de la vida”. Pues yo, en una fila, estaría el primero; o quizá el segundo: mi padre es más pesimista que yo, que ya es decir… Y a mí ese sentimiento trágico, unido a mi cobardía, me llevó a no declarar un ciego amor en una tarde de paseo sin fin, con conversaciones estúpidas que no llevaron a ningún lugar; perdón, sí, a mi viaje a Málaga un mes después para curarme del asma… eso es lo que alegaron mis padres, pero la realidad era que tenía que curarme el corazón, que golpeaba menos fuerte en mi pecho.
            Borges, en un genial ensayo, dijo que Beatriz lo fue todo para Dante; Dante, sin embargo, no fue nada para Beatriz. De hecho, sigue Borges,  la “Comedia” está escrita para intercalar en ella encuentros con un amor que en vida no se produjeron. A mí me pasó igual; ella lo era todo para mí; yo, tal vez nada para ella.
            En mi destierro sureño escribí oscuros poemas de amor, como uno que termina con ese verso tan sentido: “Yo te sueño… ¿me dejas?”. Y así pasé aquel mes de soledad, leyendo a Machado y a Neruda y, cómo no, la “Elegía a Ramón Sijé”, de Miguel Hernández, que tiene ese final tan doloroso como bonito: “A las aladas almas de las rosas…de almendro de nata te requiero; que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero”.
            Y escribí un librito llamado “Y la oscuridad del alma”. Puro arrebato de sentimiento en cuartillas de papel ajado, que un día quemé para no recordar más aquella tarde de junio.
            Arturo Pérez Reverte dice, en una de sus geniales historias de “El Capitán Alatriste”, que lo más duro que le puede pasar a un hombre es reservarse una pregunta y estar el resto de la vida preguntándose cuál hubiera sido la respuesta. Imaginad eso trasladado a mi persona, anclado en el pasado del verano del ochenta y seis…
            De noche escucho mi corazón, como lo hace el criminal que él solo se auto inculpa en “El corazón delator”, de Edgar Allan Poe. Y suena flojito: pom… y al rato: pom… Quizá nunca recupere el latir de cuando era niño…

Juan Pedro Ruiz.

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