domingo, 2 de octubre de 2011

EL RAFI (Vigésimo novena entrega)


La mudanza al nuevo piso se había realizado en pleno mes de noviembre, con un frío que cortaba el forrillo los güitos. Yo no sé si es que antes hacía más frío que ahora (cosas del efecto hivernadero), pero era aquel frío intenso que te tenía todo el día con la espalda encarcarada, los dedos de manos y pies como carambanitos y las piernas heladas como el muslo de un pollo recién sacado de la nevera. Durante los días anteriores al cambio de domicilio, yo había acompañado a mi padre para pintar la casa. Nos calentábamos con un bidón de gasolina, vacío en el que se quemaban maderas que habían servido en la construcción y ahora quedaban almacenadas en medio del descampao, esperando que las transportaran a otro lugar. Las maderas permanecieron allí durante muchos meses. Eran tablones de dos o tres metros de largo, que habían servido para hacer los andamios en la construcción de las viviendas.

Utilizábamos esos tablones para construir cabañas, para escondernos, para parapetarnos cuando había que defenderse del ataque de los miembros de otros barrios.
En estas guerrilas, los pequeños estábamos exentos de presentarnos a filas. Eran los grandes los que, por diferentes motivos dirimían sus diferencias quedando día y hora para ver quien tenía más puntería y descalabraba a más miembros del “batallón” contrario.
Los problemas los teníamos siempre con los barrios que estaban más arriba, al otro lado de la vía.
El enemigo se presentaba siempre desde lo alto del terraplén de la vía y, desde allí, provistos de la abundante munición que las piedras que sujetan los raíles, empezaban el ataque. Nuestra función era meramente defensiva ya que ellos tenían toda la ventaja al estar en alto.
Las batallitas solían ser poco cruentas. En cuanto algún miembro de cualquiera de los dos bandos salía dando alaridos de su escondite, con las manos en la cabeza y llenas de sangre, salíamos todos pitando para casa, como si allí no hubiera pasado nada.

Ahora que lo recuerdo, me parece curioso que nunca tuviéramos diferencias con los chicos de otras zonas de nuestros barrio. Incluso los partidos de fútbol, “amistosos”, claro, si los jugábamos contra los de San Lorenzo o las Arenas, acababan siempre a guantazos o emplazándonos para una pelea el sábado próximo.
Durante el tiempo, yo diría que años, que estuvieron los tablones en el descampado, las cabañas y escondites que hacíamos moviendo aquellas grandes tablas de madera de un lado para otro cosa que provocaba algunos accidentes cuando nos clavábamos astillas o nos caía algún tablón encima.
Una vez que el Nene y yo tratábamos de construir una cabaña poniendo tablones horizontalmente sobre una pared construida también de madera, una de aquellas grandes tablas fue resbalando y cayó encima de su pierna. Quedó aprisionado, aunque no llegó a hacerle daño porque unos tablones se apoyaban en otros como si de un mikado gigante se tratara. El caso era que ni el podía salir de aquella trampa ni yo tenía fuerza para mover, sólo, aquellos tablones. En esas ocasiones había que acudir en busca de los grandes, que acudían solícitos a ayudar a los pequeños como si fueran superhéroes.
En esa ocasión fue el mayor de los Cuenca el que nos libró de una gran bronca si se enteraban los padres de uno u otro del peligro que habíamos corrido

Hay que tener en cuenta que en esta época los niños pequeños de ocho, nueve o diez años nos relacionábamos con los de 12 a 15 o 16. Eso provocaba que hubiera una relacion de jerarquía entre grandes y pequeños en la que los más jovencitos siempre teníamos las de perder si no hacíamos lo que mandaban los mayores. Era algo parecido a la relación entre los nobles y los vasallos. Y, como en la edad media, los más débiles teníamos que tirar de ingenio para salir adelante sin quedar excesivamente perjudicados.
En un principio el Nene, el Juanito, el Rubio, el Manolo, el Paquito y yo, que teníamos todos entre 9 y 11 años, éramos ignorados por los chicos medianos y mayores. Pero como éstos no formaban un grupo excesivamente grande, tenían que echar mano de nosotros para algunos juegos. Nosotros acudíamos solícitos y agradecidos de que nos tuvieran en cuenta.


Yo, por mi parte, siempre tenía al Rafi para refugiarme en él cuando venía a verme o cuando iba a verle yo a él puesto que ya empezaba a poder alejarme de casa sin demasiado control.

EN LA PRÓXIMA: ME DESPLAZO POR EL BARRIO

No hay comentarios:

Publicar un comentario