miércoles, 7 de septiembre de 2011

EL RAFI (vigésimo séptima entrega)

Cuando cumplí los 9 años llegó el momento del traslado. 
Supongo que los pocos ahorrillos que pudieron reunir mis padres con el trabajo de mi padre y de mi hermana mayor, dieron para poder pagar la entrada de una de las viviendas de protección oficial que entonces construían para dar vivienda a tanto inmigrante que se había ido concentrando en las ciudades industriales de Cataluña.
Era una mejora sustancial que ilusionaba y hipotecaba a muchos de los vecinos del barrio.
Se pasaba de una vivienda de alquiler, normalmente con una o dos pequeñas habitaciones, una ínfima cocina y un baño que solía estar fuera de la casa y donde no había ducha y muchas veces ni lavabo, a un piso que con el tiempo pasaría a ser de propiedad, que contaba con tres o, como en nuestro caso, cuatro habitaciones. La cocina, en la que ya cabíamos todos juntos y en la que algunos ponían incluso una mesa de alas pleglables, venía equipada con una cocina de butano, supongo que Corberó. Todavía no se ponían los armarios de cocina, que eran sustituidos por estanterías en la parte superior de la pared, y cortinillas de cuadritos azules que cerraban los huecos inferiores al granito de la zona de trabajo. 
El baño tenía ya un lavabo y un plato de ducha, también de granito. El suelo de toda la casa era de terrazo por lo que a partir de entonces, mi padre no tendría que dedicar la mañana de muchos domingos a reparar el suelo de cemento en el que, con frecuencia, se formaban agujeros que yo aprovechaba para jugar a bolas con el consiguiente enfado de mi madre que tenía que barrer el polvo que se iba desprendiendo del susodicho.
El traslado se produjo un sábado. Cargamos, bueno, cargaron una camioneta con los pocos muebles y enseres que teníamos y con el sabor agridulce que me producía, por un lado, la alegría de estrenar una casa más grande y ver felices a mis padres, y por otro la tristeza de alejarme de mis amigos, principalmente del Rafi, pero, también del Vicente, el Paco, el Paquito, la Leona, organizamos la mudanza, aunque no hubiera mucho que mudar.
Me marché entre mutuas promesas de volver cada día a jugar con ellos, cosa que en un principio se cumpliría, pero que, después, poco a poco, se iría perdiendo, aunque nunca dejé de mantener la amistad y el contacto con algunos de ellos, como ya explicaré.
Me marché, subido, unto al Rafi, en la caja de la camioneta, saludando a los vecinos como si nos fuéramos a Alemania, cuando en realidad estaríamos en el mismo barrio, más o menos a 1 Km. de distancia.
La nueva casa era más grande, pero lo que más me atraía a mí era la gran extensión de terreno que se abría frente al bloque de pisos donde me había ido a vivir.
Esa misma tarde, mientras el Rafi y yo contemplábamos, sentados en el tranco de la puerta, el terraplén, llenito de cañas, que daba a la vía del tren, nos fuimos haciendo a la idea de que allí había muchas aventuras que vivir y muchas cosas que aprender…

EN EL PRÓXIMO OS EXPLICO CÓMO SE QUEDABAN LAS CHAPAS DE CERVEZA CUANDO LAS RUEDAS DEL TREN LES PASABAN POR ENCIMA.

4 comentarios:

  1. El final me suena a Huckleberry finn y Tom Sawyer en las riberas del Mississipi. ¡Como se nota que has leído a Mark Twain, querido profesor!. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. El mismísimo erBlons8 de septiembre de 2011, 17:13

    Gracias, Juan Pe, tú siempre tan cariñoso conmigo. A ver cuándo nos vuelves a deleitar con tus artículos. Se te echa de menos!!

    ResponderEliminar
  3. Durante unos meses, y ante la ausencia de noticias, llegué a pensar que te había arrastrado la corriente de la desgraciada Riada de antaño. Bienvenido al mundo de los impacientres!

    ResponderEliminar