viernes, 25 de diciembre de 2009

MI AMIGO RAFI (Octava entrega)




Los alrededores de la calle donde vivíamos el Rafi y yo eran, por así decirlo, agrestes. Ya os he referido que las calles estaban sin asfaltar (quizás, en aquellos tiempos estaría mejor decir empedrar). El suelo, de tierra, permitía todo tipo de juegos, y, cuando en alguna zona había obras, la cosa mejoraba mucho pues las zanjas y los materiales de la construcción ofrecían escondrijos inmejorables.

La zona posterior a mi calle estaba sin urbanizar y apenas había alguna fábrica, todo era campo. En invierno, cuando llovía, los charcos se congelaban y, era un “placer”, ir rompiendo el hielo camino del colegio de estudios primarios al que asistía y que se encontraba a unos 500 metros de mi casa. Para llegar hasta allí tenía que cruzar una zona de descampados y un riachuelillo por donde discurrían las aguas fecales de una parte del barrio. Esta riereta se sorteaba cruzando un pequeño puente de piedra, pero el puente quedaba algo desviado de nuestro camino y era mucho más rápido saltar el río por encima de alguna piedra o tronco. El caso es que en alguna ocasión podías perder el equilibrio y, como mínimo, meter el pie en la “chena”. En estos casos no había más remedio que volver a casa rezando para no encontrarte con ningún amigo o enemigo por el camino que explicara en qué situación te había visto. Una vez en casa, soportar el broncazo de tu madre que te había dicho que cruzaras por el puente no fueras a caerte y volver al colegio a donde llegarías tarde y recibirías otro repaso del maestro, repaso que podía incluir algún coscorrón con el nudillo del dedo corazón produciéndote un dolor que podía durarte hasta la hora del patio.
Volviendo al camino, una vez cruzado el pestilente riachuelo, llegabas a un olivar que ofrecía multitud de opciones para jugar. Subirte a los árboles y columpiarte en sus ramas, cortar ramas que contuvieran la arqueta necesaria para hacerse un tirachinas, jugar al escondite o a guerras, etc.
Entre el olivar y el colegio había dos elementos muy atractivos para nosotros: uno, nuestro preferido, un gran, un inmensa árbol, al que trepábamos cada vez que jugábamos en la zona. Pasábamos las horas allí jugando, sobre todo a guerras. El árbol nos permitía trepar por sus ramas, saltar desde una altura al suelo, columpiarnos balanceándonos como si fuéramos monos, colgados de los brazos o de las rodillas dobladas. Pero lo que más aprovechábamos del árbol era su fruto. Unas bolitas algo más pequeñas que un garbanzo, que nos permitía lanzarlas con una caña como si fuera una cerbatana. Era divertidísimo. Hacíamos puntería disparando a una lata vacía a ver si la llenábamos, o disparándonos jugando a guerras. No recuerdo haber llevado las “cerbatanas” al cole, supongo que el miedo a cobrar nos lo impedía.
El ábol produjo a lo largo de muchos años diferentes lesiones (sobre todo brazos rotos) entre sus “usuarios”, cuando caían desde una de las ramas que se rompía o se perdía el equilibrio. No fue mi caso ni el del Rafi, que yo recuerde.

El otro elemento que nos llamaba poderosamente la atención en la zona, era un edificio muy cercano al árbol y que se encontraba en la carretera que llevaba a Sabadell y que pasaba muy cerca del lugar. El edificio era el Gurugú. Un lugar maldito por las madres y poco nombrado por los padres. Era un burdel. Aunque nosotros en nuestra inocencia no sabíamos a ciencia cierta qué pasaba allí, sospechábamos que era algo impúdico, que se refería a una actividad practicada por hombres y mujeres, y de la que no podíamos hablar. Así que desde las ramas más altas del árbol intentábamos atisbar algo en las ventanas, siempre cerradas, de aquel misterioso lugar.

Aunque las cosas que yo os relato ocurrían en la década de los 60, ya muchos años antes se hablaba, y no muy bien, del Gurugú, tal como podéis ver en la captura de una noticia aparecida en La Vanguardia allá por los años 30.

A SUIVRE… (CONTINUARÁ)

2 comentarios:

  1. Buena serie. ¿Existe algún proyecto para reimplantar el coscorrón de nudillo en las aulas?

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  2. No,espero que no se reimplante. Lo hacían con saña. No es el camino.

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