sábado, 19 de diciembre de 2009

MI AMIGO RAFI (séptima entrega)

El Juanito vivía justo al doblar la esquina de la calle, en el lado opuesto al “bar de la esquina”. Vivía en una casa de planta baja, era 1 año menor que nosotros y muy educado. Se reía muchímo con nuestras bromas, pero participaba poco en nuestras andanzas. Supongo que su padre no le dejaba juntarse mucho con nosotros.

Muy cerca de la casa del Juanito, ya en los descampados, había una masía deshabitada y una pequeña ermita de piedra. Un buen día llegaron al barrio unas monjas. Decían que venían de Barcelona y, eso, a nosotros, nos parecía algo muy importante. Las personas mayores les llamaban hermanitas de la caridad. Iban vestidas con un manto negro y llevaban la cabeza cubierta con una tela de color blanco, blanquísimo, limpio, limpísimo un velo negro por encima de la tela blanca. Llevaban en la cintura un cordón del que colgaba una cruz que los niños debíamos besar cada vez que saludábamos a alguna de las hermanitas.
Se instalaron en la masía abandonada que los dueños les habían cedido. Durante muchos días las vimos trajinar, entrar y salir, hasta que un día se dijo que las monjas ya estaban instaladas y que abrían el dispensario. El dispensario estaba al fondo de un patio que se abría nada más entrar en la masía. A la izquierda del patio, según se entraba, había un porche soportado por columnas hechas con ladrillos y a la derecha estaba la puerta de la masía que era donde ahora se hospedaban las monjas. En el dispensario, las monjas ponían inyecciones, sobre todo de penicilina a las personas enfermas que podían desplazarse hasta allí. La penicilina, que yo recuerde, sólo se administraba por vía intramuscular profunda (lo había leído cientos de veces en la cajita donde iban el vial y los polvos de penicilina que debían mezclarse con mucho cuidado en el botecito que contenía los polvos). Recuerdo con claridad meridiana (esta expresión la he leído en muchos libros) cómo las monja de turno levantaba el botecillo a la altura de sus ojos, inyectaba el suero y lo agitaba enérgicamente hasta que el polvo se convertía en un líquido blanco que pasaba de nuevo a la jeringa. Era todo un ritual…
A las personas que no podían desplazarse hasta el dispensario, las iban a visitar y curar en su propia casa.

La limpieza en toda la masía ocupada por las monjas era absoluta. A mí me gustaba ir al dispensario cuando tenían que pinchar a alguien de la familia o a mí mismo porque me sentía muy bien en aquel remanso de tranquilidad y sosiego. Allí no podías hacer nada, sólo estar sentado y en silencio. Eso me gustaba.

Más adelante, me hicieron monaguillo y, en verano, cuando no iba al colegio ayudaba a la misa de las ocho (¡qué sueño!) en la capilla de las monjas. A esta misa sólo asistían las monjas. Sor Teresa era mi preferida. Creo que era algo así como la relaciones públicas, la más amable y simpática. A la misa de diario, como decía, sólo asistían las monjas, el cura, y el monaguillo, que era yo.
Después de la misa venía lo mejor: las monjas me invitaban a desayunar. Desayunaba yo solo, en una mesa con un mantel limpísimo, leche con unos polvos de cacao que tenían un sabor exquisito, un pan blandísimo, y una mermelada que sabía a gloria. Os juro, que no he vuelto a probar una mermelada tan buena. Debían hacerla ellas, y ya se sabe, era celestial.
Cuando mediada la misa, empezaban a llegar a mi pituitaria los efluvios del desayuno, yo perdía mi contacto con Dios y me abandonaba al pecaminoso disfrute de aquellos olores.

El Rafi, como creo que ya os he dicho, no iba ni a la escuela ni a la iglesia. Por lo tanto, en estos quehaceres no me acompañaba... él se lo perdía.

CONTINUARÁ, CONTINUARÁ...

1 comentario:

  1. M'encanta com descrius personatges i situacions.
    Que continuÏ eh?
    Una abraçada!!!

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