lunes, 11 de octubre de 2010

EL RAFI (Vigésimo segunda entrega)


La llegada del otoño se producía en cuanto empezaba el colegio en septiembre. Entonces, como no había cambio climático, las estaciones se regían por las reglas de la naturaleza, así que, en cuanto llegaba septiembre empezaba a refrescar. Nosotros  evidenciábamos el cambio en nuestras propias carnes. Empezabas a sentir fresco en los brazos cuando permanecíamos sentados en el bordillo o en el tranco de alguna puerta pensando a ver qué íbamos a hacer esa tarde. Poco después nuestras madres nos obligaban, ya, a ponernos una rebequilla que a nosotros nos estorbaba si estábamos corriendo por la calle. Las tardes se iban haciendo cada vez más cortas y por tanto nuestra permanencia en la calle se iba acortando también. Se hacía penoso cuando iba oscureciendo y las calles, poco y mal iluminadas, se iban haciendo inhóspitas para nuestros juegos. De todas formas, mientras no apretaba el frío del invierno, seguíamos jugando en la calle todo el tiempo posible.
El otoño era la mejor época para jugar a la lima (la lluvia ablandaba el terreno y la lima se clavaba con más facilidad). También jugábamos al poli y a galope.
El frío del invierno iba avanzando y llegaban días en que tenías que ponerte hasta pantalón largo para poderlo aguantar. De más pequeños llevábamos tapabocas para proteger el cuello, la boca, la nariz, las orejas… Nos gustaba ponérnoslo a modo de gorro ruso y jugar a los ídem. Se trataba de correr a toda prisa por la cuesta que llevaba a lo que ahora es la Avenida Barcelona, con la cartera del cole, que también pesaba lo suyo, cogida con las manos por encima de la cabeza. El equilibrio era mínimo, ya que los brazos estaban en alto, y aprovechábamos los montones de arena de las diferentes obras para tirarnos rodando y parar sin hacernos daño. La arena se metía por todas partes, sobre todo en los zapatos, y había que dedicar un tiempo a vaciarlos y limpiarnos el pelo y, hasta la boca, de arena. Era divertidísimo. La bajada era incontrolada, corriendo a toda velocidad y riendo como locos, con esa risa infantil, difícil de controlar y que te producía un placer indescriptible.
Poco a poco y sin darnos cuenta se iba acercando la Navidad. En las calles del barrio era imperceptible la llegada de las fiestas ya que no había adornos ni luces por la calle. En las casas, eso sí, se preparaba concienzudamente el belén. Había que ir a buscar musgo, que, en realidad se llamaba molsa, para cubrir toda la superficie de la mesita. Con trozos de corteza de árbol, se montaban las montañas y con papel de celofán azul se simulaba el agua. La harina era la nieve que cubría las cumbres. Hasta que llegaba el día de Navidad no aparecía en el portal la figura del niño Jesús. Los Reyes, que también aparecían después de Navidad, iban avanzando un poquito cada día, hasta el día 6 de enero. Como las figuras eran de barro, a la que se te caía una al suelo, se hacía polvo. Eso me pasó con la del rey Gaspar y el Rafi me dio una de Baltasar que se había encontrado. Aquel año, los reyes presentaron, en mi belén, la siguiente alineación: Melchor, Baltasar I y Baltasar II.
Mi padre hacía turrón; un turrón buenísimo, del que ahora llamamos del duro, pero que recién hecho era blando. Lo hacía con miel, azúcar y almendras y lo ponía a reposar en una caja de madera que él había construido y donde se formaban las tabletas que eran mucho más grandes y gruesas que las que se venden ahora.
El día de nochebuena era un día grande. Los niños, antes de ir a la misa del gallo, íbamos a pedir el aguinaldo por las casas de los vecinos más conocidos. Íbamos con alguna pandereta y zambomba (mágico y erótico instrumento, la zambomba), llamábamos a la puerta y cuando nos abrían cantábamos algún villancico con mayor o menor entonación y los dueños de la casa, generalmente la mujer, nos obsequiaban con algún rosco, polvorón o mazapán. Como siempre, lo que interesaba era estar juntos varios amigos, riendo y corriendo de aquí para allá sin el control directo de nuestros padres, bueno, madre; el padre era el brazo ejecutor sólo en caso de que la madre se quejara mucho de nosotros. Si no, el padre se dedicaba a trabajar y traer el dinero a casa y nosotros pasábamos bastante desapercibidos, por la cuenta que nos traía. Yo tenía la suerte de que a mi padre le gustara mucho pasear por el campo, cosa que aprovechaba para salir con él y que me explicara cosas sobre la naturaleza que entonces no se llamaba así, era, simplemente, el campo.
En la nochebuena se iba a la misa del gallo, y, después a casa de algún familiar donde nos reuníamos los tíos y sobrinos, cantábamos algún villancico y los mayores hacían bromas y reían, cosa que no era muy frecuente dadas las condiciones de vida de entonces. Digamos que había crisis continua y no se estaba para muchas alegrías.
El caso es que durante esos días se aprovechaba para comer los roscos y mantecados que, como su nombre indica, estaban hechos de manteca de cerdo además de almendras, azúcar, canela y harina de trigo. Una semana antes las madres habían amasado y, luego llevado al horno de alguna panadería, que, por poco dinero, cocía aquellas delicias. Eran unos roscos y mantecados buenísimos, más grandes y gordos que los que se venden y que duraban hasta mucho después de las fiestas. Los mantecados tenían en el centro de su cara una huella digital hecha con yema de huevo y los roscos, algo más ásperos, estaban cubiertos de azúcar. Para enloquecer...

SÍ, SÍ, EN LA PRÓXIMA OS HABLO DE LOS REYES MAGOS

1 comentario:

  1. Hombre, Profe, ya echábamos de menos tu genial serie, al menos yo. Intensa vivencia navideña,que nos trae siempre preciosos recuerdos de nuestra infancia. Enhorabuena por volver y, como me dices a mí con mis ensayos: "adelante, Manu, adelante". Un abrazo.

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