miércoles, 3 de febrero de 2010

EL RAFI (decimoquinta entrega)


Muy cerca de mi casa, unos números más allá, vivía la Rosario. La Rosario era una chica minusválida, bastante mayor que nosotros, pero a la que solíamos visitar. Con el buen tiempo, siempre estaba sentada, en su silla de ruedas, a la puerta de su casa. Era una silla bastante rudimentaria si la comparamos con las de ahora. Era bastante alta y las ruedas eran pequeñas lo que hacían la silla bastante inestable. Cuando nos dejaban pasearla con el aviso de no bajar de la acera, uno de nosotros se subía en la parte trasera y el otro empujaba la silla. Componíamos una estampa bastante curiosa. De frente debería verse a la Rosario sentada, a uno de nosotros asomando la cabeza por encima de ella y el otro mirando por una de los costados de la silla, como si fuéramos tres náufragos avanzando acera adelante.
La Rosario era una persona muy cariñosa, muy afectuosa… siempre tenía la sonrisa en la boca. Era agradable hablar con ella, aunque por efecto de su enfermedad, le costaba bastante articular palabras. Todas las chicas de la calle la querían mucho y siempre había una u otra haciéndole compañía. Hasta hacía poco había podido ir y venir con ellas andando y corriendo, pero una misteriosa enfermedad (ahora sabemos que se llama esclerosis múltiple). Nos decía que disfrutaba viendo cómo corríamos arriba y abajo, uno detrás del otro, o mientras mirábamos hacia los cables que cruzaban la calle por si había algún pajarillo y le tirábamos con los tirachinas. A veces nos poníamos a jugar a bolas cerca de ella y nos miraba largo rato sin decir nada. Otras veces la llevábamos a pasear por la acera, sin bajar el bordillo porque se nos hubiera caído. Bueno, un día nos atrevimos y cruzamos la calle, llegamos hasta la tienda del Pepe Luis y al girar la esquina, la silla se embaló cuesta abajo. El Rafi se cayó y yo, que en ese momento era el que iba subido de pie en la barra que hacía de estribo, salté hacia atrás, me cogí a los dos mangos con los que se empujaba y, arrastrando los pies por el suelo, intenté frenar aquel bólido. Conseguí aminorar la velocidad del artilugio y, el Rafi, que se había repuesto del batacazo, nos adelantó, a toda velocidad y, colocado delante de la carroza consiguió pararnos. Lo curioso del caso es que la expresión de la cara de la Rosario no era de pavor sino que más bien nos sonreía divertida.
Con la silla y su pasajera sanas y salvas, el Rafi cruzó la calle y fue a limpiarse la herida que se había hecho en la boca al caer al principio de la cuesta. La fuente, la fuentecilla, era una de aquellas de hierro liso, redondeadas en la parte de arriba, donde nosotros nos subíamos mientras alguien llenaba una garrafa o bebía del chorro. El Rafi bebía sin perdernos de vista haciendo una mueca característica con la boca y los ojos torcidos para poder beber y ver a la vez. Yo le hice señas con la cabeza de que no podía aguantar mucho rato más sujetando la silla en aquella cuesta y cruzó, de nuevo la calle.
Como pudimos, subimos los tres la cuesta,  una sentada y los otros dos empujando. Un hombre que vivía en la calle de abajo nos ayudó a acabar de subir el repecho ajeno a lo que hacía unos segundos había pasado. Conseguimos llegar hasta su puerta sin que nadie nos echara de menos ni se enterara de lo que había sucedido.

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