Ahí te lo tengo. Teníamos que llegar... Juan Pe escribe en inglés. Tranquis, luego lo traduce y... nos lo explica. ¡Vaya articulaco éste sobre Emily Brontë y sus cumbres borrascosas. Es que el menda, cuando nos describe los ambientes en los que se desarrollan las acciones, se recrea y nos pone tan en situación que tengo que mirar para atrás.
Adoro el cine clásico; en particular esas películas de la Metro en blanco y negro de los años treinta y cuarenta. Cuando era niño creía que en el pasado sólo existía el color gris, y me preguntaba, en la inocencia de los tiernos años, cómo diantres podían reconocerse los soldados alemanes de los ingleses en aquellos documentales incoloros de la segunda guerra mundial.
Recuerdo especialmente una singular película protagonizada por un jovencísimo David Niven, una desconocida Merle Oberon y un enigmático y colosal actor llamado Laurence Olivier. Su título: “Wuthering Heights”. En inglés suena espectacular; en español también: “Cumbres Borrascosas”. Aquella casa lóbrega que daba título a la película, aquella infernal ventisca, aquella copiosa nevada… De la infantil proyección pasé, con los años, a la novelesca adolescencia. He aquí, lectores, una apasionante novela de la que os quiero hablar.
Como dice Joaquín del Val en una edición de Editorial Sopena de 1974,“Cumbres Borrascosas” (1.847) es un libro extraordinario, fuerte y cruel como la vida misma, con personajes de pasiones desorbitadas, en un ambiente angustioso de odio y de amor. Su autora, Emily Brontë, era una muchacha pueblerina, inexperta, que no conoció lo que es el amor y que arrastró una cruel enfermedad que segó su vida en flor al borde de los treinta años. Las fuentes de su libro beben de su propia y terrible existencia: es la cuarta hija de un vicario inglés severo y despreocupado de su prole. Pronto quedó huérfana de madre y el reverendo Brontë gestiona el ingreso de los niños en un pensionado en Yorkshire. En aquel antro, que se alzaba entre ciénagas pestilentes, morirán las dos mayores, Mary y Elisabeth. Tosían tanto que una noche aplicaron a Mary un vejigatorio y por la mañana no podía levantarse, consumida en fiebre. Una celadora la llamó perezosa y le golpeó hasta abrirse la ampolla del costado. La niña apenas tiene fuerzas para quejarse. Cuando el padre llega al hospicio, la pequeña ha fallecido; tenía doce años. Elisabeth muere poco después, con diez. Ante un brote de una mortal epidemia, son sacadas las que allí quedaban, Charlotte, con ocho años, y Emily, con apenas seis. Pasarán veinte años y Charlotte recordará todos aquellos sufrimientos de niña en su estupenda y conmovedora “Jane Eyre”.”
Pero volvamos al libro y al comentario que hace de él H.P Lovecraft en “El horror en la literatura”: “Heattcliff es un niño raro y huraño al que encuentran en la calle de pequeño, siendo adoptado por la familia a la que al final arruina. Entre él y Catherine Earshaw nace un vínculo más profundo y terrible que el amor humano. Después de la muerte de ella, él turba su sepultura dos veces y es atormentado por una presencia implacable que no puede ser otra que la del espíritu de Catherine. La entierran junto al montículo que él ha visitado durante dieciocho años y los pastorcillos del lugar afirman que, en los días de lluvia, se les ve pasear juntos por el cementerio y los páramos. Sus rostros aparecen detrás de una ventana superior de la vieja casa Wuthering Heights en las noches tormentosas. El misterioso terror de Emily Brontë no es un mero eco gótico, sino la tensa expresión de la reacción del hombre ante lo desconocido. “
“Tragedia rural, seres atormentados que viven en constante desvarío de cuerpo y espíritu; crímenes espeluznantes en un ambiente de negrura y de sordidez incalificables”, como se dice en la contraportada de la edición de Sopena de 1974, esta obra no dejará a ningún lector indiferente.
Y yo imagino, en el technicolor de nuestra prosperidad, si Emily Brontë soñó, al escribir esta novela, con pasear de la mano de sus dos hermanitas muertas por aquellas cumbres inhóspitas, por aquellos páramos, por los mustios salones de Wuthering Heights, en aquellas tardes en blanco y negro que, como Dorothy al llegar al mundo de Oz, se convertían en ocasos de “oriental zafiro”, en palabras de Dante y “caminos de baldosas amarillas” en las del autor de “El mago de Oz”.
Juan Pe Ruiz.
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