viernes, 15 de abril de 2011

EL RAFI (Vigésimo quinta entrega)



Recuerdo cuando se inauguró en el barrio el cine Avenida, o cine Nuevo, como le llamábamos en contraposición con el cine parroquial que era más antiguo y mucho más pequeño.
El cine Avenida o, cine Nuevo, era inmenso; era tan grande que el anfiteatro no se abrió hasta pasados unos años.
La puerta de entrada estaba en la calle San Honorato aunque la puerta principal debía abrirse en la avenida de Barcelona cuando estuviera urbanizada, cosa que no se produjo hasta pasados unos años. La entrada de la calle San Honorato era una puerta lateral que daba acceso al cine justo a la altura de la pantalla, inmensa pantalla.
Tras la puerta de entrada a la sala había unas cortinas de esas de terciopelo (ciertopelo le llamábamos nosotros) muy gruesas, para evitar la entrada de luz exterior.
A mí, aquellas cortinas, me producían una cierta desazón porque nunca sabía si iba a traspasarlas por el lugar donde estaba el corte. Solía irme por el lugar equivocado y tenía que dar varios manotazos, cada vez más desesperados, hasta que daba con la entrada. Aquellos segundos de nerviosismo se me hacían eternos y nunca he sabido por qué.
Tampoco me gustaba llegar cuando la película ya estaba empezada, cosa que sucedía frecuentemente porque había sesión continua desde las cuatro. La repentina oscuridad con la que te encontrabas al entrar hacía que no vieras, durante unos segundos, absolutamente nada. En ese pequeño espacio de tiempo podías chocar con cualquiera que tuvieras delante, con el riesgo de ganarte una bofetada si el o la obstáculo se pensaba que querías meter mano aprovechando la circunstancia.
En fin que, hasta que el acomodador no me guiaba con su linterna que era como un cordón luminoso que permitía moverte unos metros con rapidez y seguridad, no me quedaba tranquilo.
Cuando llegabas a la fila indicada en el boleto de entrada llegaba otro momento difícil: avanzar hasta la butaca que tenías asignada, pisando a todos los que ya estaban sentados, arrobados ante la pantalla, emocionados con la película y que iban cabreándose según íbamos pasando, uno detrás de otro, los dos, tres o más espectadores tardones. Si el momento era muy emocionante podíamos llegar a pararnos, a ver qué pasaba, de pie, delante de los que estaban sentados, que, desesperados, movían la cabeza a uno y otro  lado, buscando no perderse aquella escena que, siempre era la más importante de la peli.
El avance por la fila, repleta de espectadores, debía realizarse, no obstante con sumo cuidado para no dar un golpe en la rodilla o, peor aún, en el codo a alguno de aquellos que llamábamos mancos porque nunca se les veían las manos, ocupadas como las tenían en rastrear las zonas más recónditas, sagradas y deseadas de la anatomía de su novia. Ahí te la jugabas. Un error y eras hombre muerto.
De todas formas los mancos solían ocupar las butacas de las últimas filas, también llamadas el gallinero porque estaban en la parte más alta de la sala. A los niños nos gustaba sentarnos más bien en las filas delanteras para estar más cerca de lo que sucedía en la pantalla.
Ya en nuestra butaca, toda ella de madera, llegaba el momento de quitarse el abrigo, la  bufanda y si se tenían, los guantes. Otra ocasión para molestar, sin querer, al resto de los espectadores.
Durante la película eran frecuentes los cortes porque se quemaba la película; entonces se formaba una gran algarabía con los mozuelos silbando a toda potencia y los acomodadores enfocando con sus linternas aquí y allá para tratar de devolver la calma al lugar.
A nosotros estos cortes nos encantaban por el follón que se formaba y que nos permitía levantarnos del sitio y correr de aquí para allá por los pasillos del patio de butacas. Cuando se recuperaba la cinta, corríamos como poseídos para volver a nuestro sitio.
En realidad, el hecho de que hubiera sesión continua permitía no tener que seguir la película con toda la atención, porque en caso de necesidad te podías quedar a repetirla y ver aquello que te habías perdido.


TO BE CONTINUED...

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