Al piso donde vivíamos se accedía después de subir una empinada y estrecha escalera que, a veces, el Rafi y yo bajábamos a rastraculo, eso es, deslizando el culo por el filo de los escalones, casi sin tocarlos. Era rápido aunque arriesgado. Una vez arriba había un descansillo igual de estrecho que la escalera. Justo antes de salir al patio estaba la puerta de la vecina, la señora Josefina que vivía con su hija Teresa.
Cuando salías al patio, a la izquierda, estaba el lavadero en un pequeño cuarto de ladrillos sin enyesar, como el resto del patio. A la derecha, según salías al patio estaba la puerta de entrada a mi casa. Era una puerta muy sencilla, hecha con tres cuarterones. El de abajo era de madera, los otros dos de cristal, protegidos por un gran postigo que se cerraba por las noches. Mi padre mantenía siempre la puerta bien pintada para protegerla del agua de la lluvia. El pintado de la casa, una cocina ínfima, un comedor y dos habitaciones, era un ritual que se repetía cada primavera. La pintura se preparaba mezclando una cola espesa con unos polvos del color que se quería pintar y que se iba aclarando con agua según necesidades. Recuerdo a mi padre subido en la escalera de madera y a mi hermana o mi madre subidas en una silla sujetando la cuerda impregnada de azulete para hacer la raya que separaría el color de la pared del color del techo. Las paredes recién pintadas, despedían un olor característico, agradable.
Otra tarea que se repetía periódicamente era la reparación del suelo. El suelo de este piso no era de mosaico sino de cemento y con el roce de las sillas, la mesa y el mismo paso de las personas, se iban produciendo unos agujeros que mi padre tapaba en una operación meticulosa que seguía siempre el mismo proceso: limpiar el agujero de polvo u otras sustancias, mojarlo con el agua que tenía en una lata y rellenarlo con cemento.
Mi madre barría el suelo echando primero unas gotas de agua con los dedos para que no se levantara polvo. Para mi madre la limpieza era fundamental y no podíamos entrar en casa con los zapatos de cualquier manera, sobre todo si tenía la escoba en la mano.
La relación de mi madre con las dos vecinas que he citado antes, era excelente. Para ella lo esencial era que fueran educadísimas, buenas personas y catalanas. Las personas catalanas eran, en aquellos tiempos personas bien situadas, solían ser más educadas y respetuosas y, aunque la mayoría vivían en el centro de la ciudad, las que vivían en los barrios eran respetadas como las nativas del lugar. Nuestras vecinas eran dos personas de una amabilidad extrema. Muy cariñosas con los niños, y siempre dispuestas a ayudar. Mi madre las adoraba.
Un día subió un vecino que teníamos que era esquizofrénico gritando y dando golpes a diestro y siniestro y, de un puñetazo, le hizo una grieta a la puerta de las vecinas, pero no consiguió echarla abajo. Acto seguido, cruzó el patio, pasó por delante de mí, (yo estaba jugando allí y me quedé paralizado de terror) y entró como un loco (je, je) en mi casa. Mi padre le plantó cara y lo apaciguó mientras llegaban el padre y un hermano de esta persona para llevárselo a su casa y, posteriormente al manicomio con su camisa de fuerza y todo, que yo lo vi. Fue un hecho muy comentado en la calle. Para mí lo extraordinario fue la actuación de mi padre, resolviendo, solo, aquella situación tan peligrosa.
Nuestras vecinas habían permanecido en su casa aterrorizadas, temiendo lo peor cuando el loco se lió a golpear la puerta de su casa.
Cuando mi madre fue a decirles que había pasado el peligro y que mi padre había neutralizado al vecino, no sabían cómo demostrarles su gratitud.
BUENO, VENGA… SEGUIRÉ.
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