jueves, 14 de enero de 2010
MI AMIGO RAFI (Undécima entrega)
A muy pocos metros del árbol gigante donde jugábamos sobre todo en los meses de buen tiempo y calor se hallaba el segundo colegio al que asistí. Tenía el nombre de un gran investigador y científico y, como he dicho antes, se llegaba a él después de cruzar el olivar. Era un colegio nacional, o sea, público.
En ese colegio estuve dos años. De él tengo recuerdos muy puntuales. Estaba formado por dos edificios simétricos,: el de los niños y el de las niñas. Estaban separados por el patio, en el que no coincidíamos. En el patio, que era bastante grande, nos juntábamos con los mayores que eran los dueños y señores del espacio. Los pequeños nos cuidábamos mucho de entorpecer el juego de los grandes, aunque si nos necesitaban para hacer de portero o, porque no estaban justos nos aceptaban. El patio eras un lugar de juego y también un campo de batalla. Yo tengo una cicatriz en la comisura del ojo izquierdo, (es curioso observar que muchas personas tienen esa cicatriz justo donde se unen los párpados, en la parte externa del ojo). La mía es recuerdo de la herida que me produjo una piedra lanzada por no sé quién, desde no se dónde. Entonces era inútil ir a quejarse al maestro. Primero porque sería imposible que alguien se chivara y segundo porque seguramente el maestro no dedicaría ni un minuto a averiguar qué había pasado. Un pegote de algodón que te proporcionaba el conserje que, por cierto, tenía la misma mala leche que el maestro, y a correr.
Aquel lugar era testigo de multitud de acontecimientos. Había una pequeña sala de actos que daba al patio y en la que, a veces, presentaban algún número musical o circense. Tengo la percepción de no estar demasiado interesado en lo que allí se cocía porque mi pasión por jugar era superior a otras diversiones. Un día, cuando salimos al patio, vimos con asombro que el patio estaba libre. Eso había que aprovecharlo. Corrimos despavoridos de una punta a la otra, persiguiéndonos y saltando hasta que nos cansamos. Entonces nos dimos cuenta de que la sala de actos estaba ocupada por todos los que faltaban en el patio y que estaban disfrutando de una actuación de payasos. Cuando fuimos a entrar se acababa la fiesta y salían todos. Nos quedamos con un palmo de narices.
En el mes de mayo, el mes de María. Un día por semana y, aunque el colegio no era religioso, nos formaba a la entrada del colegio, a la salida de la tarde, y rezábamos y cantábamos aquello de Vayamos jubilosos… Algunos aprovechaban la ocasión de estar todo el colegio allí reunido para hacer el burro, y pillaban algunos coscorrones. Yo, también pillé más de una vez y me daba una rabia tremenda que me atizaran cuando estaba en pleno festejo.
En la clase de segundo estuve sólo unas semanas, luego me pasaron a tercero. No es por vacilar, pero los maestros consideraron, que aunque tenía 7 años, estaba preparado para ir a la clase de los de 8, o sea a tercero. Allí “conocí a Don Gregorio. Don Gregorio tenía una verruga en la punta de la lengua y cuando se enfadaba ( debería decir se cabreaba considerando que cabrearse es un aumentativo de enfadarse), bueno, pues cuando se cabreaba, se la mordía (la verruga) y eso significaba peligro.
SÍ, HAY CAPÍTULO DUODÉCIMO
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