jueves, 28 de enero de 2010

EL RAFI (decimocuarta entrega)




Por el barrio no nos movíamos nunca de noche. No por nada, sólo porque nuestros padres no nos dejaban, principalmente en invierno. En las calles no había iluminación y, cuando caía la noche, sólo algunas casas tenían alguna lucecita encima de la puerta (como en los cuentos) para alumbrar la entrada.
En el verano, como podíamos jugar por la noche, mientras los padres, especialmente las madres, tomaban la fresca, lo hacíamos alrededor de la luz que daban esas pocas luces que maliluminaban algunas zonas de la calle. En el resto de la calle reinaba la oscuridad.
Una de esas noches, el Rafi y yo nos fuimos alejando de nuestra calle sin darnos cuenta. Estábamos buscando piedras bien redondas, que la luz de la luna llena permitía seleccionar,  para tirar con nuestros tirachinas y nos fuimos hacia la riera de las Arenas.
La parte de la riera más cercana a nuestra calle tenía un paso de los que habían construido después del desastre de las inundaciones. Por ese paso se accedía a un barrio formado sólo por pisos de protección oficial construido por el Movimiento. Desde allí hasta el propio barrio de las Arenas, el barrio más pobre de la pobre ciudad de aquellos tiempos, había un olivar inmenso y un bosque de pinos.
Buscando, buscando, y sin darnos cuenta, nos fuimos separando y cuando acordé, el Rafi no estaba.
Subí la rampa del otro lado por ver si estaba en aquella zona, pero en su lugar vi a dos hombres; dos hombres que conocía de haberlos visto por la tienda del Pepe Luis pidiendo algo de comer porque estaban acampados al otro lado de la riera, en el olivar. En la tienda nos llamó la atención que el más alto tuviera  una de las mangas de su chaqueta colgando, vacía, desde el hombro y desapareciendo en el bolsillo de la americana.
Uno de ellos hizo un gesto al otro para que se marchara y se dirigió hacia mí. Yo intenté salir por piernas de allí, pero el hombre ya estaba muy cerca y me agarró por la muñeca con una mano que parecía una garra. Aunque forcejeé todo lo enérgicamente que pude, fue inútil. Aquella mano huesuda y de largas uñas había hecho presa en mi muñeca como si fuera una argolla.
Entonces empecé a asustarme. Hasta entonces todo había sucedido tan rápido que no había tenido tiempo ni de pensar ni de hacerme cargo de lo complicado de la situación. El hombre empezaba a tirar de mí, sin decir palabra, hacia el olivar, que aunque no era muy espeso, sí que era muy extenso y cuando estabas en el centro, nadie, desde el camino que corría a lo largo de la riera, podía verte.
Comprendí que no debía dejar que llegara conmigo hasta los primeros olivos. Mientras estaba en el camino, alguien que pasara, de vuelta del trabajo, podía verme o sentir mis gritos. Mis gritos… En ese momento me di cuenta de que no había chillado ni una sola vez. Había invertido todas mis fuerzas en intentar zafarme de aquella grapa que me inmovilizaba el brazo izquierdo.
Mientras aquel energúmeno trataba de conducirme, en volandas, hacia la espesura del bosquecillo, yo daba patadas y, a fuerza de retorcerme y, ahora sí, gritar, le hacía dar vueltas intentando controlarme. En eso, una mujer que pasaba, seguramente de llevar la cena a su marido que debía trabajar en uno de los talleres con telares de lanzadera que había algo más arriba del puente de la vía, yendo hacia la Electra, nos vio y gritó:
-¿Qué le hace usted al chiquillo?
-¿Qué le hago? Que no quiere encerrarse… Mire la hora que es y no quiere más que jugar…
-Pues déle usted un par de guantazos y verá que pronto se le quitan las ganas de jugar.-Dijo la mujer y siguió hacia los pisos sin dar mayor importancia al asunto.
En ese mismo momento, el gigantón soltó mi brazo y se echó la mano a la frente soltando un alarido de dolor. Verme libre, darme cuenta de lo que había pasado y salir disparado hacia la orilla de la riera, fue todo uno. Allí me esperaba el Rafi. Tenía en la mano el tirachinas con el que había soltado una pedrada en la frente al menda, que, al sentir el dolor, se había echado la única mano que tenía, a la cabeza, teniendo que soltarme para poder frotarse la herida.
Yo diría que el Rafi se reía mientras corríamos a meternos en un tubo de desagüe que daba a una arqueta situada bastantes metros más arriba y que aseguraba que el manco perdiera nuestra pista. Después cruzamos de nuevo la riera por la siguiente rampa y, ya lejos del peligro, volvimos por las calles del barrio, a esas horas bastante oscuras y desiertas, hasta el lugar donde, por suerte, las mujeres seguían hablando tranquilamente, ajenas a nuestra aventura..Y es que, aunque a nosotros nos parecía mucho, había pasado muy poco tiempo. Por supuesto, nosotros no dijimos ni pío de lo que nos ahb ía pasado
 Al día siguiente, cuando fui con mi padre a buscar hinojos cerca del olivar, pude ver que el campamento ya no estaba.

2 comentarios:

  1. Manu, tu narración de hoy me ha evocado terrores literarios. Esa garra, esa grapa en tu frágil muñeca. "... alguien que pasara, de vuelta al trabajo, podía verme o sentir mis gritos. Mis gritos..." Eso es Poe en estado puro. ¡Fantástico! Tu entrega más apasionante. un abrazo.

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  2. Soy un lector pésimo. No sé si fruto de un despiste innato, que seguro bien conoce el mismísimo ErBlons. Y digo esto para destacar que me has atrapado con tu relato tan bien transmitido y eso insisto desgraciadamente para mí, es difícil.

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